sábado, 12 de febrero de 2011

La cuerda de mi columpio

Recuerdo a mi padre sentado en un rincón de esa pequeña casa en lo alto del acantilado, tan luminosa antes, tan oscura ahora. Mi padre era un hombre menudo con la piel curtida por el mar. La vejez le había llegado por anticipado porque parecía veinte años mayor. Recuerdo sus manos tejiendo las redes del mar llenas de cicatrices blancas que destacaban sobre su piel morena. Y sus ojos que, para mi siendo tan pequeña, parecían haber absorbido todo el agua del mar porque eran de un azul intenso. La pequeña casa siempre olía a agua de mar y a canela. Teníamos un columpio mi hermano y yo en el que nos encantaba estar porque parecía que, en uno de los impulsos, caeríamos al mar que rompía sus olas a diez o quince metros más abajo.


Pero un día la cuerda se rompió. Mi padre cogió cuerdas  y empezó a trenzarlas. Iba a  hacer una nueva porque, según decía, quería oírnos reír a mi hermano y a mí con esa risa que sólo se consigue cuando uno está subido encima del columpio y siente la ingravidez, el no pesar y esa sensación en el estómago que seguro que todos hemos sentido. Quería escuchar esa risa que sólo se tiene de niño. Tardó casi dos años en trenzar por completo una nueva cuerda pero era el mejor columpio que jamás habíamos tenido. Para entonces yo tenía seis años pero recuerdo lo que me dijo mi padre:


-Anne, cuida bien la cuerda, es muy especial. La cuerda la hice yo y lleva parte de mí. Si algo le pasa, me pasará.-me dijo, muy serio.


Yo no lo creí. Pensé, como lo haría mi hermano después, que sólo lo hizo para que cuidásemos de que no se rompiera porque había llevado mucho trabajo y más aún cuando tenía que remendar las redes.


Un día estábamos en el jardín mi hermano y yo. Recuerdo que, aunque siempre llovía, ese día era especialmente caluroso. Yo esperaba que mi hermano acabase de columpiarse. No quería dejarme a mí.


-¡Jack! Déjame.-le exigía ya.


-No, es mi turno.


-Pero llevas mucho tiempo.-volvía a protestar yo. 


Me sacó la lengua. 


-Se lo diré a mamá.-le amenacé.


Mi madre era una mujer de carácter suave y dulce, con los ojos más negros que nunca haya visto pero muy suaves. Parecían contener toda la luz. Era rubia, algo más alta que papá, pero no mucho y delgada. Olía a vainilla. La recuerdo siempre tarareando y haciendo galletas de vainilla. De ahí, cómo olía.


-Díselo. Es mi turno y hasta que no acabe no bajaré.


-Pero Jack, déjame.-yo empecé a llorar. Él seguía ignorándome- ¡Mamá!-grité. No hubo respuesta-¡Mamá!-volvía gritar pero pasó lo mismo que antes.


Entonces me acerqué al columpio e intenté parar a mi hermano cogiendo la cuerda. Quería pararlo ante todo pero la cuerda se partió y no pude subir. Empecé a llorar muy disgustada. ¡Se había roto la cuerda del columpio! Mamá a esas alturas debería haber salido para ver qué había pasado, pero no lo hacía. Dejé de llorar, preocupada. Entré en casa y llamaron por teléfono. Lo cogió mi madre. Asentía con gesto grave. Las lágrimas se asomaron a sus ojos. 


-Sí, claro. Gracias.-la oí decir. Colgó.


La casa se quedó en silencio. De repente había perdido su luz y no sabía por qué.


-¿Qué ha pasado, mamá?-preguntó al fin Jack.


-Venid…-empezó-Papá ha tenido un accidente. Veréis…-tartamudeaba-El barco en el que iba a desaparecido nada más salir de puerto. Una ola le hundió.-las lágrimas acudían aunque ella no quería. Quería 
demostrarnos entereza.


-¿Ha muerto?-pregunté.


-Sí.-dijo solamente.


Entonces me acordé de cómo mi padre me había dicho que la cuerda del columpio tenía un parte de él y si la pasaba algo, le pasaría a él. Me había tomado la advertencia de mi padre a broma y tenía razón. Por mí  había muerto.

Los siguientes días los pescadores engalanaron los puertos de luto así como los barcos. Intentaron recuperar los máximos cuerpos posibles y uno de los que pudieron recuperar era el de mi padre. En diez días desde la noticia fue el entierro. No asistió nadie nada más que nosotros tres, sus hijos y su mujer. En los meses posteriores mi madre enfermó. Según decían era tuberculosis. También murió. Todos decían que era por ello, pero yo sabía que había sido la pena lo que se la había llevado por delante. Y que esa pena era por mi culpa. Por haber roto la cuerda de mi columpio…

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